Érase una vez un león que vivía en la sabana. Allí transcurrían sus días, tranquilos y aburridos. El Sol calentaba tan intensamente, que casi todas las tardes, después de comer, al león le entraba un sopor tremendo y se echaba una siesta de al menos dos horas.
Un día como otro cualquiera estaba el majestuoso animal tumbado plácidamente junto a un arbusto. Un ratoncillo de campo que pasaba por allí, se le subió encima y empezó a dar saltitos sobre su cabeza y a juguetear con su gran cola.
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